Entre decir la verdad y decir cosas bonitas, me quedo con decir cosas bonitas. La verdad también se inventa, podríamos decir. Estoy cansado de la realidad de la prosa, del mundo que se queda en la puerta de las librerías. De lo banal.

Hoy entré en una librería y se me saltaron las lágrimas. Era una sensación gustosa, amargamente dulce, agriamente salada. Feliz. Me quedé un rato hasta que se pasó el momento, hasta que me pude tragar el nudo que me cerraba la garganta.

Allí me he reencontrado con las cosas bonitas. No quiero volver al agobio, a las falsas prisas ni a las condescendencias obligadas por la imperante realidad. Si tengo que vivir en la luna, pues adelante. No voy a aguantar mal rollo por defecto. No quiero agoreros ni mentes preclaras que me digan que lo que no debo intentar.

Por eso no aceptaré un no por respuesta, ni un reproche previo, ni una pega, ni un mal rollo. Voy a hacer un huerto que va a ser el mejor que pueda hacer. Voy a echarle horas a la tierra.

No aceptaré más que un sí incondicional. El que esté en otra frecuencia, que no meta interferencias. Tengo un poderoso inhibidor: las semillas de los libros que hoy me han germinado sin ni siquiera haberlas regado un poquito.

Bueno, un poco sí. Con el agua salada de las lágrimas de los libros. Este lunes empiezo.