Shakespeare siempre es desmedido, pero la versión de La Tempestad que se ha estado mostrando este mes en el Matadero de Madrid es un exceso. Anoche acabaron un mes de representaciones. Anoche se despedían de las tablas -de las arenas, más bien- que les han acogido durante veintitantas noches. Todo un mundo en el teatro. Tantas funciones generan un ambiente de familia, donde el amor -o el odio- ya es para siempre.
Ocho actores que multiplican los personajes y las sensaciones. Anoche estaba yo en el patio de butacas antes de que abrieran al público y los actores hacían su conjuro, su corro, su todos para uno y uno para todos de mosqueteros piratas que son. Al servicio de sus vidas, de sus vidas de náufragos piratas desahuciados por la vida.
Porque he visto más abrazos en esos momentos que en todo un mes de vida “normal”. Compartían los actores la emoción de un trabajo coral -ellos, y el director, y sus técnicos- que está lleno de risas, de silencios, de lágrimas (pocas, más bien de los espectadores ñoños, como yo) y que salía de aquel espacio que les ha dado el aire donde proyectar sus voces, sus gritos, sus palabras de amor y de traición.
Pocas veces el teatro decepciona cuando hay tanto talento y tanta energía dentro. Siempre veo los aplausos como una catarsis de agradecimiento. Libera al público y a los que pisan el escenario, nos deja varados en la playa de todos los días. Ayer, los actores salieron seis veces a saludar y al final hasta cantaron una canción extra.
Qué placer dan las cosas bien hechas.