El último día del año me está trayendo señales raras. Me he tenido que tomar dos calditos esperando que el sistema informático se restableciera. Y aquí sigo, entre las teclas en vez de estar cencerreando por ahí. Los planes de esta mañana se han ido al traste y todo se ha ralentizado, como si el año no quisiera irse.
Desde el otro lado del charco, las cosas se ven de diferente manera. A 35 grados y sin uvas de por medio, como que la Nochevieja es un chiste.
De repente, todo me parece un poco absurdo. El champán y los caramelos para la garganta me harán volver en mí. Como siempre, me gustaría que este día pasara deprisa, deprisa y ya fuera Año Nuevo y ya hubiera digerido la cena y las ganas tontas que me entran de llorar con las campanadas. Pero bueno, seguro que luego me río y lo paso bien. Nada nunca es para tanto, ni siquiera la Navidad.