En una fábrica de neones hacían lágrimas de pega para cocodrilos. Eran baratas y compré media docena, más que nada para reservarme el derecho a dar en un futuro varios golpes de efecto.

No me funcionaron nunca y las tiré a un contenedor.

Intenté volver a esa fábrica años después y no la encontré. Había matorrales por todas partes y en la puerta, que ahora era más estrecha y más alta, había un cartel de acero inoxidable en el que había grabado con letras de palo una sola palabra: “peletería”.

Peletería. De piel. Podría haber habido un taller de un protésico dental, o una imprenta, o una ferretería, algo más íntimo; pero no. Vendían pieles de abrigo, coberturas para ocultarse del frío.

Las pieles, como las tapas de encuadernar, pueden esconder las mayores maravillas o las mayores vulgaridades. Uno lo sabe cuando las abre, no antes. A veces pasa también con los llantos falsos, que pasa que cuando brotan y se secan la sal no cristaliza.

En la casa donde nací ya no hay matojos; sólo una iglesia con cúpula dorada, fea como un demonio. Envoltorio de oro falso a la vera de la falsa acacia bajo la cual aparcaba mi padre su coche durante mi infancia y que aún dura, crecida y desgarbada.

Quizá no debería haberme desprendido de aquellos neones.