Siempre que tengo que cambiar de idioma se me caen las cosas de las manos. Es como si hubiera una zona cerebral inestable, dudosa. También tropiezo más, pero tengo comprobado que sin caerme.

Me pasa con las casas desconocidas: no atino a cerrar del todo los grifos y me cuesta abrir las ventanas. Tampoco me sé orientar y entro en los armarios en lugar de los cuartos de aseo. Prefiero las casas desconocidas con cocina americana para no perderme y llegar a tiempo al desayuno.

El primer soriano que me encontré de viaje a Denver fue en el avión. Hablaba muy alto sobre cazar conejos y me pareció vulgar: ni siquiera le saludé.

Al domar el jet-lag me aparecen fantasmas del pasado. Los veo en el futuro cuando me adelanto al tiempo yendo hacia el oeste y no me provocan más que aburrimiento. A la vuelta, cuando adelanto al reloj las horas restadas, se disuelve lo borroso y me siento más chulo que un ocho.

O sea, que Madrid es mi huso cero, aunque no se lo merezca. 

Y echo de menos tus manos y tu rostro. Ojitos…