Querría un beso de almendra después de ver Nueva York en el 77 en Annie Hall, año fetiche, cifra mágica, el día que dejo el condado de Eleta para hacerme pueblerino definitivamente. Un beso restregado con aceite de oliva y sal del mediterráneo; que se acumulan las cosas y no da tiempo ni a contármelas.
En Annie Hall hablan de viejos tiempos que sucedieron apenas un año atrás; qué velocidad de desgaste. Apenas doce meses que parecen doce años para ser cantados con el sentimiento con que se añoran en la película. Me hace sentir pequeño y lento. Lento y pequeño como un día en la vida de una tortuga de cuello largo y escamoso.
Cambian los cielos y la mirada que les da razón. Lloran las nubes con violencia de tormenta, a ráfagas bruscas, sin sentido. Agua de mar que barre el suelo y no cala de su pura escorrentía. Terreno impermeable a la locura momentánea: se nos supone. No merece comentario.
Que me bese la almendra al menos. Que sienta su roce crudo y suave mientras salgo del condado para no volver jamás.